Las lágrimas recorrían su rostro como un río salado que no desemboca en ningún mar. Lloraba la incomprensión, lloraba la intolerancia, lamentaba sus propios deseos, sus fascismos.
Hacía tiempo había dejado de entender, ya sólo se movía por inercia en un mundo que le era ajeno. Juró entre litros de alcohol que no volvería a tener miedo, que rompería las cadenas del temor, que se alzaría fuerte. Quemaría con sus palabras, pero no haría cenizas, sólo daría calor.
Calor, ese que todos necesitamos, ese tan amado en tiempos de frío. Veía todo como una película donde no sabía distinguir el malo. Una película de suspense. Un misterio.
No sabía rebelarse contra aquello que le atormentaba porque no sabía revelar su secreto. Sonreía su estupidez en cada vano intento y saltaba con las canciones de amor.
Amor, eso es lo que necesitaba, eso es lo que necesitamos todos. El amor en su sentido más amplio. Menos romántico, más realista. Amor, amor.
Salió a caminar, y caminando, se dió cuenta de que no pretendía llegar a ningún sitio. Sintió que andaba en círculos y decidió no parar. Quiso descubrir cuanto tardaría en volverse loco, en perderse del todo. No quería encontrar esos caminos que tantas veces le enseñaron, que tantas veces le indicaron. Un giro a la izquierda y estaría perdido del todo, pensó. Y entonces rió, a carcajadas, como el loco que ya era. Y continúo hacía allí. Sin miedo. Parecía elevarse y notó el aire fuerte sobre las pequeñas alas en las que poco a poco se habían convertido sus brazos, esos que antes parecían inútiles y ahora le permitían volar.
Volar y posarse en los tejados de la ciudad gris. Y ver a sus gentes caminar sus caminos. A los niños ir a la escuela. A los mayores acudir al trabajo. Todos obedientes. Y los observaba con tristeza. Tan solos, tan muñecos.
Sólo un par de horas después decidió volver, mezclarse, intentar cambiarlo todo desde dentro.
Nunca se supo si lo consiguió. Nunca se supo nada del hombre que un día voló para posarse en una antena oxidada y ver el mundo con perspectiva.