La Declaración Universal de Derechos Humanos empieza así...
Artículo 1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
Y sin embargo, siempre ha habido desigualdades. Por supuesto, también justificaciones. Algunas muy pobres, otras terriblemente aceptadas de tan repetidas. En resumen: somos adultos para responsabilizarnos de los errores. Completos niños si planteamos alguna queja. En ese momento no te escucharán, te humillarán o incluso mandarán a la policía a dar ese tortazo por contestón.
Y ahora llega la crisis, la estafa, y ya nadie se acuerda de aquello de nacidos libres e iguales. Al ladrón de guante blanco se le pide caridad, un donativo. A los otros que hagamos un esfuerzo, que seamos responsables, que nos apretemos el cinturón, que paguemos más impuestos, que cobremos menos, que seamos competitivos, que rebajemos nuestros derechos, que no seamos caprichosos, que perdamos privilegios. Unos podrán optar, sin quieren, elegir, con amnistía. Otros estarán condenados, culpables, castigados...sin derecho, sin perdón.
Y yo me quedó pensando, ¿qué garantiza la libertad en un mundo dónde claramente no somos iguales ni equitativos? ¿Dónde queda la justicia? ¿Dónde el ciudadano?
Somos los nadie, pero somos más.