jueves, 16 de abril de 2009

El reloj.

El día en el que el reloj de pared de la habitación cedió a la batería de las pilas, ella comenzó a sentir el peso de los minutos caer en su espalda. Eran las 21:39, y la segundera quedó en movimiento entre el segundo anterior y el próximo.
El cansancio era la constante y el café de primeras horas de la mañana caía mezclado con el té vespertino en un estomago fatigado.
Los momentos transcurrían como en sueños y el delirio provocado por la vigilia forzada le impedían cualquier concentración. La lectura de Borges era la única puerta abierta a un contacto exterior, y en esas hojas se perdía, encontrándose a sí misma entre los sueños narrados del argentino. Andó por las calles, mantuvo conversaciones, reuniones, presenció clases, que aún pudiendo ser magistrales quedaron relegadas a la fugacidad de la memoria del sueño. Sabía que nada recordaría al despertar. Temía que todo saliera de golpe.
El día menos pensado, el día cualquiera, ese día, llegó.
El reloj comenzó de nuevo su marcha en la noche. Parecían soldados atravesando un campo de batalla. Los latidos del corazón decidieron seguir esa marcha militar que invitaba a una guerra de fin inmediato y derrota segura.
No durmió durante las horas que el reloj permaneció despierto. Veinticuatro horas que se clavaron como puñales en su pecho, dolido y cansado de taquicardias. No murió, aunque lo hubiera deseado.
Al tomar una infusión de hierbas relajantes cesó todo y el reloj quedó parado de nuevo a las 21:39 y su segundera en movimiento entre el segundo anterior y el próximo.

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