sábado, 25 de julio de 2009

Los latidos.


Los días en prisión eran eternos. Sin embargo sabía que se merecía estar allí. El asesinato había sido brutal hasta para él. Matar no había resultado como imaginaba y la pena ya se concretó incluso antes de que la policía se personara en su casa.
Quería salir de allí. Le agobiaba todo. El olor, el color de las paredes, la pequeña cama y su manta, todo era horrible. Le parecía tan neutro que no llegó a considerarlo castigo sino un juicio interminable.
La libertad aparecía tras los barrotes de la celda y le amenazaba, si salía volvería a delinquir, porque la libertad era su delito.
Libertad era una palabra que le venía grande, a él que tantas veces blasfemó. La cárcel era el consuelo, pese a ello no era feliz.
Sólo sería feliz si volvía a matar. Eso le asustaba pero su corazón latía fuerte con la llegada incesante de la idea a su cabeza. El corazón se lo pedía con fuerza aunque sabía que un nuevo crimen equivaldría a una nueva cárcel.
Desde que conoció el ciclo lo temió tanto que llegó a agradarle la idea de repetir una y otra vez los mismos esquemas que siempre le conducían a error. El miedo a autodestruirse era menor que el placer que le daba caer una y otra vez en la tentación.
Lo que tienta está para eso, para caer en sus redes. El pecado para pecar. Y él para matar una y otra vez y volver a entrar en prisión.
La cárcel, su cárcel le sirve como lugar apacible a la espera de que el pecado vuelva a llamar a su puerta. ¿Seguirá esperando o aprovechará la condicional para acabar en una nueva cárcel?

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