jueves, 4 de diciembre de 2008

Crónicos.

Creo que me voy a volver loca.

Hace ocho meses que vivo en este pueblo. La calle principal siempre está vacía. Las ancianas chismorrean a través de sus ventanas. Las madres temen a los forasteros, por lo que los niños no juegan en la calle.

Realmente pocas veces pasaba algún forastero, en el pueblo todos se conocían. Vine aquí como doctora, y aunque forastera, nadie me trató nunca como una desconocida.
Ser alguien conocido significa que te hablen y compartan contigo sus historias, y las de los otros.

El pueblo es pequeño. Cuando llegué hacía frío, claro que era invierno, ahora como es verano pues no hace frío. Aquí es todo igual siempre, aquí no gustan de variaciones.

Hay un tonto, una chica de vida alegre, una familia pobre, un cura, una Iglesia y un alcalde. Las conversaciones giran en torno a ellos. El tonto es hijo de primos hermanos; la chica perdió a su madre muy joven; la familia padece graves enfermedades que impide que trabajen; el cura es la máxima autoridad: la Iglesia el centro de reunión de los cotillas; y finalmente el alcalde, un bonachón al que criticar.

Y todos los días se habla de eso.

Las calles son grises, los rostros tristes. Aquí nadie se viste de colores, aquí todo es blanco y negro.
Aquí yo soy blanco y negro.

Hace meses que no huelo. Hace meses que todo perdió su carácter material, para convertirse poco a poco en el reflejo de la muerte. O quizá no sea la muerte, sea la ausencia de vida. La monotonía, la ruptura con el mundo sensorial, y con el mundo real, y con el mundo más allá de las dos calles grises que marcan los límites del pueblo.

Aquí los niños juegan en silencio. Sólo se oye un murmullo, continuo, y eso es lo que me vuelve loca.
No hay radios ni televisiones, y los coches siempre permanecen aparcados.
Hay una tienda de alimentación que sirve de bar, pero aquí no hay borrachos. En el bar todos beben, pero no hay borrachos, no hay peleas, nadie habla, sólo beben.

Aquí no hay voces, pero en mi cabeza no hay silencio.

En ocho meses no pasó nada, vino un forastero y se fue. Llegué yo y tampoco supuse un cambio.
En este pueblo no hay adolescencia, cuando crecen ya son hombres y mujeres, y van al bar o cuentan chismes en las ventanas o la Iglesia.

Aquí nunca nace ni muere nadie.

No hay movimiento, es una quietud malvada de la que deseas librarte, pero no se consigue. Porque yo, ya no soy yo, vivo aquí, y aunque loca, acepto el silencio roto por mis propias voces, al cura, al alcalde, a la familia pobre, a la Iglesia, a la joven alegre, a todos.

Soy la doctora, y aquí al menos sí hay enfermos: crónicos.

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